Pudo haber sucedido hace días. Pudo ser ayer. Pudo ser hoy. Tal vez fue ayer. La casualidad quiso que yo lo supiera hoy, gracias a haber vuelto pronto de mis trabajos fuera de la ciudad.
De tantos sucesos importantes en el plano de la política internacional, de la economía europea, norteamericana o latinoamericana, de las noticias deportivas o artísticas, lo que más me ha sorprendido y dolido es la muerte del gran escritor José Saramago, de quien quisiera leer todos sus libros, por ser un buen guía espiritual, fundamentalmente por coincidir en muchas de las ideas sobre la vida y sobre el futuro de la humanidad.
Nunca me inclinaría ante rey alguno ni ante algún importante representante religioso. Pero sí lo habría hecho ante este hombre honesto y consecuente con sus ideas.
José Saramago era uno de aquellos hombres que no deberían morir. Y en realidad, no ha muerto. El cuerpo enfermo en el que vivía no ha resistido y su corazón ha dejado de latir. Su cerebro no pudo seguir enviando las señales para que ese importante órgano siguiera funcionando. Ese maravilloso cerebro ya no recibía los nutrientes filtrados por otros órganos que ya estaban invadidos por las células cancerígenas. La leucemia había triunfado en su mortal avance por el cuerpo de José.
Pero su recuerdo y sus libros le quedan a la humanidad entera. Allí queda su palabra y sus pensamientos, que nunca moriràn, porque seguirán conquistando mentes ávidas de conocimientos, por muchas generaciones, si la humanidad tiene alguna posibilidad de sobrevivir al peligroso avance de la contaminación ambiental.
Me inclino, pues, ante su recuerdo y ante su obra. Vive, por siempre, José Saramago.
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