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martes, 7 de abril de 2015

EL SER HUMANO, EL MICROCOSMOS Y EL MACROCOSMOS. QUIEN PUEDA ENTENDER, QUE ENTIENDA

El presente artículo es parte de uno de los capítulos de una futura novela, basada en hechos reales.
 
El muchacho llegaba a su casa después de una dura jornada laboral. Su cuerpo adolorido, sus manos llenas de ampollas, su piel cubierta de diminutas esquirlas de fibra de vidrio. Había trabajado en el entretecho de una construcción, agachado y en cuclillas, cruzando por entre los palos que sostenían el techo de tejas rojas. Sería la casa de un importante funcionario de gobierno o director de una productiva empresa, o tal vez de un delincuente ascendido a "noble ciudadano" tras lograr esconder los frutos de sus actividades "comerciales" y asegurar sus ganancias en uno de los tantos bancos para burgueses y pequeno-burgueses. Eso no lo sabía el muchacho. Sólo sabía que había que proteger la vivienda del frío y del calor. Por eso debía colocarse lana de vidrio, la que se puede apreciar en la foto de aquí abajo.

                                                                      fuente
La lana se deshacía al contacto con las manos, y a pesar de los guantes protectores, ésta se pulverizaba y se volatilizaba en el aire. Era como el polvo que levantaba el viento en un seco día de verano o como el talco que se espolvoreaba para cambiar los pañales de un bebé. Todo el aire estaba contaminado con ese material, a pesar de los esfuerzos del muchacho porque eso no sucediera. Allí estaba él, entre los palos de la edificación y los difícilmente accesibles rincones donde debía colocar la lana, que traía desde la montaña de láminas del material aislante, en una bodega cercana. Había que darse prisa, porque se trabajaba a destajo. Mientras más casas se hacía en un día, más dinero se podía ganar. Hacía calor. El sudor se mezclaba con el polvo blanco y corría como barro por la mejilla y los brazos del muchacho. Un movimiento brusco y se podía golpear la cabeza en el techo o en alguno de los pilares, había que deslizarse con sumo cuidado. La garganta escocía y la tos era el único sonido en aquel recinto cerrado y estrecho, una especie de horno infernal. Mientras se esforzaba por hacer un buen trabajo se consolaba con la esperanza de poder obtener una buena remuneración. No sabía entonces (cómo habría de saberlo), que el contratista encargado de las faenas lo iba a engañar y le pagaría una miseria, mucho menos que lo acordado antes de iniciar su trabajo.
 
De camino a su casa escupía aquel polvo, sin cesar. La picazón en todos su cuerpo lo volvía medio loco. Caminaba despacio por un descampado oscuro. Delante suyo, a lo lejos se veían las luces de la población donde vivía. Detrás y a los costados había más poblaciones. Desde todas partes venían ladridos de perros. Era un concierto desafinado de un mismo tono, ladridos graves y agudos, los mismos ladridos que lo atormentarían más tarde, antes de dormirse en su humilde choza de tablas y techo de cartón alquitranado. 

Arriba se podía ver miles o millones de estrellas. Se podía apreciar claramente las "Tres Marías"y muchas constelaciones. Mirar hacia arriba era una especie de desahogo. Aquella noche era especialmente clara. Era una magnífica ocasión para examinar el cielo, imaginar un viaje a través de aquel mundo distante. Por esa época estaba de moda el observar los satélites que enviaban tanto Estados Unidos como la Unión Soviética. Conocidas eran  ya la perra Laika, Gagarin y los tres astronautas norteamericanos que supuestamente habían pisado la luna.

El muchacho se detuvo de pronto, dejó en el suelo su mochila de trabajo, aspiró con mucha fuerza y estiró sus brazos y piernas. Por un instante olvidó que existía. Lo único que existía estaba allí arriba, en el cielo. Ya no estaban allí los ángeles ni los santos que había aprendido a admirar en sus largos años de la escuela católica. Ahora sólo había estrellas y más estrellas. Admirar esa maravilla le hacía olvidar el hambre, la sed y los sufrimientos. El muchacho optó por sentarse en el suelo, luego se acostó de espaldas, para abarcar todo el firmamento con su mirada. Creía verlo todo. No se imaginaba que lo que veía era únicamente la superficie de un mundo profundo e infinito, del cual nunca se conocerá su límite.

En honor al recuerdo de ese muchacho hago un enlace a un interesante vídeo, que muestra muy claramente la inmensidad del universo y la comparación con los pequeños pero casi infinitos universos en cada uno de los seres vivos de nuestro planeta.

VER VÍDEO


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