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sábado, 19 de febrero de 2011

YO, APÁTRIDA

UNA VEZ, HACE MUCHOS AÑOS, ME DIJO UNA EX PAREJA QUE YO ERA UN RENEGADO DE MI PAÍS, UN  RESENTIDO O ALGO ASÍ. NO RECUERDO EXACTAMENTE LAS PALABRAS. PERO PRETENDIÓ SER DURA E HIRIENTE.

Sin embargo, aquellas palabras no tuvieron el efecto deseado. Al contrario, me hicieron reflexionar, como tántas otras veces en las que alguien ha pretendido ofenderme.

El motivo del ataque, además de diferencias personales entre nosotros, era que yo no me identificaba con el país en el que había nacido. Y es verdad. Ella tenía razón. Desde antes de salir de Chile, país en el que nací, ya no me sentía chileno.

Cuando niño y adolescente sí que me sentía, con mucha fuerza, chileno. Es más, en mi interior había un patriotismo exagerado (léase chovinismo). Porque así me habían formado en la escuela y porque así me formaba el entorno, del cual recogía los valores característicos de la sociedad capitalista. "Los chilenos éramos los  más valientes; habíamos derrotado a los españoles y después a los peruanos y boliviano juntos". Desde pequeños nos sabíamos de memoria muchas marchas militares en las que se enaltecía el "orgullo" y la "valentía" del pueblo chileno. A los peruanos y bolivianos les llamábamos, despectivamente "cholos". Claro, nunca nos enseñaron que los criollos chilenos -de los que éramos descendientes- habían despojado de sus tierras a los mapuches, después de haberse independizado de los opresores españoles. Tampoco nos enseñaron jamás que las guerras que se libraron entre los tres países hermanos no eran más que la defensa de los intereses económicos de ricos extranjeros ingleses. Nunca nos dijeron que los chilenos, bolivianos y peruanos que murieron en las dos guerras lo hicieron para que unos pocos señores europeos se enriquecieran a costa de todos nuestros hermanos, de ayer y de hoy.

A medida que fui desarrollando un pensamiento propio y me fui dando cuenta del origen de las injusticias, también me di cuenta de que (para mí) no tenía sentido tener tanto amor por el pedazo de tierra en el que había nacido y me había criado. Así como había nacido en Chile pude haber nacido en cualquier otro país del mundo. Y así como aprendí un mal español podía haber aprendido un buen o mal inglés, mandarín, árabe, etc.

Así como me bautizaron católico (además de apostólico y romano), me podían haber impuesto una religión budista, protestante, judía u otra creencia.

Todo dependió sólo de las circuntancias, que mi madre y mi padre fueran lo que fueron y recibieran toda la influencia del entorno en el que nacieron, crecieron y murieron. Si mi madre hubiera viajado alguna vez al extranjero y se hubiese encontrado con mi padre allí; si alguno de ellos hubiese abrazado otra religión o hubiese tenido otra profesión, yo hubiese tenido, probablemente, otras influencias culturales.

Digo mi madre y mi padre, porque si uno de ellos hubiese sido otra persona, yo no habría existido. Ya la casualidad de que hayan coincidido un espermatozoide y un óvulo hacen que se haya formado un individuo con caracterísicas únicas, heredando los genes de los progenitores. Eso hace imposible que naciera ese mismo ser en otras circunstancias y lugar. Podríamos hablar, entonces, de un individuo distinto. Pues bien, con mayor razón aún: todo sería distinto.

Pero olvidemos todas esas suposiciones, que no son más que especulaciones personales. Vamos a lo más importante, a la identidad o a la conciencia del ser.

Todo lo que influye en la conciencia de un ser humano depende de las circunstancias que lo rodean, desde su niñez. Primero es la familia, luego el entorno de amigos y vecinos (además de los medios de comunicación social) y por último las instituciones de la sociedad, los factores que entregan valores morales y de conducta, la adopción de costumbres, ideas, comportamiento social, etc.

Desde que nacemos ya tenemos muchas cadenas en nuestro derredor. Somos obligados a actuar de una u otra manera y obedecemos, tarde o temprano, lo que nos inculcan nuestros padres o quienes tienen la posibilidad de educarnos. Nos dejamos guiar por aquellos que han satisfecho nuestras primeras necesidades fisiológicas y de afecto, amor o cariño o, simplemente, han estado cerca nuestro y por eso nos hemos identificado con ellos.

Es así como hemos heredado el amor a la patria y otras costumbres, como la forma de alimentarnos, de vestirnos, de actuar, etc.

No voy a profundizar mucho en el tema. Creo que cuando he escrito sobre la FAMILIA (VER), he analizado muchos aspectos que pueden explicar mejor lo que he dicho en este modesto artículo.

Lo que me gustaría dejar en claro es que, gracias a los conocimientos que he adquirido, no siento amor por un país determinado. Para mí la patria es toda América Latina e incluso, todo el mundo. No siento que pertenezco a un país o a una patria determinada sino a la especie humana. Me siento internacionalista y quiero lo mejor para todos los habitantes del planeta.

A veces siento nostalgia al recordar el pequeño pueblo en el que nací, en el sur de Chile. Recuerdo sus polvorientas calles del caliente verano o el barro del invierno. Recuerdo los ríos que rodeaban el pueblito, los botes que flotaban en una de sus riberas, las dulces y cristalinas aguas de un manantial, la fragancia de los bosques de eucaliptus, etc. Recuerdo las peleas de huasos, las trillas, las ramadas en la época de celebración de las "Fiestas Patrias", la banda de música del ejército tocando en la plaza, etc. Son miles de recuerdos, unos muy buenos, otros muy desagradables. Añoro volver a ver algún día esas tierras. Pero no es por patriotismo sino por los recuerdos de la niñez, por las primeras aventuras en parajes que cuando niño consideraba inmensos, como la estatua de un Cristo, a la salida del pueblo, donde la gente encendía cientos de velas, cada día. O como la canoas que llevaban el agua por un cerro hasta el molino, después de atravesar los valles y hasta por sobre un río.

Pero también recuerdo muchos lugares en otros ciudades, que recorrí durante mi adolescencia.  Y es imposible olvidar todos los países en los que he vivido y haber sido testigo de distintos sistemas de gobierno, distintas costumbres y distintos idiomas. En todos esos lugares eché raíces, de una u otra manera. En la mayoría de esos países conocí mucha gente, de distintos estratos sociales. Tuve amigos, profesores, novias, etc. Fueron muchos años de experiencia de trabajo, de estudio y de ocio, de largas conversaciones con políticos, escritores, filósofos, obreros, etc.

Por eso, con mayor razón aún, no me puedo sentir identificado con un país, menos con el país en el que nací, puesto que la mayor parte de mi vida la he pasado en otro continente. Casi todos mis hijos, con excepción de uno, nacieron en Europa.

Sé que decir apátrida se utiliza como algo despectivo. Pero yo me considero un  apátrida y no  me siento mal al reconocer que realmente lo soy. Es más, me siento orgulloso de no tener una patria. Ya he dicho que la patria es, para mí, todo el planeta. Mis compatiotas son, por lo tanto, todos los ciudadanos del mundo.

No puedo vibrar con un himno nacional. No puedo venerar una bandera. No puedo sentir emoción al gritar. "VIVA..." al referirse a un país determinado. Pero sí puedo sentir emoción cuando oigo "La Internacional" o la canción "Imagine", de John Lennon. Asimismo puedo sentir una gran identidad cuando oigo las canciones de Víctor Jara, de Alí Primera o de Daniel Viglietti.

Siento respeto por quienes sienten amor por sus países y se emocionan al vitorearlos. Puedo sentir solidaridad con muchos de ellos, no tanto por el país que representan sino por las ideas o luchas que reivindican. Puedo vibrar con las consignas de libertad y justicia social, para cada uno de los países de la Tierra. Y por supuesto que puedo enarbolar todas las banderas de los países que representan las ideas más avanzadas de humanismo y de la lucha contra la explotación del hombre por el hombre.

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